Todo tiene historia. Incluso la historia la tiene. El silencio también. De hecho, de acuerdo con algunas historias, puede que nada tenga más pasado que el silencio, pues antes de que nada existiera, o que la nada existiera, no había sino silencio. Del silencio vendría todo lo demás, hasta la palabra, donde también vive, como nos dice Merleau-Ponty. Que el silencio tiene historia nos lo recuerda Alain Corbin en su magistral 'Historia del silencio', en cuyas páginas hay silencios que jamás volveremos a escuchar.
Durante mucho tiempo, el silencio fue un estado, una forma de sentir, otro modo de habitar la realidad. Para los antiguos fue virtud, signo de serenidad y sosiego, rasgo propio de los sabios, que decía Séneca, quien reflexionaba en el silencio de la noche. Para los cristianos, enseña santa Teresa, era el modo en que Dios hablaba y el fiel escuchaba, en recogimiento, sus mudas verdades con el oído del alma. Para los románticos del siglo XIX, silencio y amor fueron binomio inseparable. El silencio era cosa de dos y no de dos cualesquiera, intimidad entre dos mitades donde el silencio besaba y tocaba más que las caricias, lo que amaba cuando las bocas callaban, siguiendo los versos de Victor Hugo. Con menos misticismo, en los tiempos modernos el silencio pasó a ser una forma de evasión, un modo de supervivencia, una vía para escapar de la propia modernidad, algo que tan bien queda retratado en los cuadros de Hopper que, según dicen, pintaba hablando poco y mirando mucho.
Convengamos, si se me permite, que hablar sobre el silencio sea hoy más necesario que nunca, siquiera para invocar un bien tan escaso entre tanto, tanto ruido, como cantaba Sabina. No es que antes no hubiera ruido en el mundo, pues nunca ha faltado el bullicio y el alboroto en las calles, los talleres, las tiendas, las fábricas, las timbas, los carnavales o los mercados. Y desde la revolución industrial, el ruido de las máquinas, tanto en la urbe como en el mundo rural, es parte de nuestro paisaje sonoro habitual. El problema de ahora es que el silencio ha desaparecido o es realmente difícil encontrarlo. Todo parece ser o estar cubierto de ruido. La política es ruido, la información es ruido, la publicidad es ruido, el ocio es ruido y la opinión, cuanto más estridente, mejor. Hasta tener la razón se premia con un estruendoso '¡zasca!'. Tan escaso es ya el silencio que hasta se nos vende: hoteles sin niños, relajantes 'spas', vagones insonorizados, aparatos silenciosos, barrios tranquilos… Cualquiera que busque silencio, ya lo sabe, tiene que pagar más.
Amenazado de extinción, debemos promoverlo y preservarlo. Difundirlo y enseñarlo. Porque no se nos da bien guardar silencio. Parece que tampoco queramos hacerlo. Como si lo temiéramos. Y no solo por el miedo al silencio que asociamos a la soledad, aunque no sean lo mismo, sino al que asociamos a la inexistencia de no hacernos notar ⸺y en demasiadas ocasiones, por desgracia, de no dar la nota. Tan necesitados estamos de ser vistos como de ser oídos. Tanto en el mundo analógico como en el virtual. Y como estamos todos en las mismas, pues no cabe otra que gritar más. Reina así la sensación de que hablamos y tecleamos mucho y muy furibundamente y de que escuchamos poco y distraídamente. A los demás, pero también a nosotros mismos. Porque en la era del narcisismo rampante, si de algo hablamos constantemente es de nuestro interior, aunque apenas lo escuchemos con atención. Si lo hiciéramos más a menudo, quizá no nos querríamos tanto. O tal vez nos querríamos de forma más sana, más honesta y menos superficial, que mal no nos vendría tampoco. Sería mano de santo contra la extendida enfermedad del amor propio, otra epidemia de esta, nuestra posmodernidad.
Nótese que guardar silencio no es lo mismo que callar. Es más bien saber cuándo y cómo decir sólo aquello que merezca la pena quebrantarlo. Es también abrir los sentidos. Si guardáramos más silencio comprobaríamos que todo a nuestro alrededor habla o tiene algo que decir. El mundo nos revela sus secretos con sordina. Ahí reside su magia y su misterio. Y de ahí nuestra curiosa pulsión por tratar de entenderlos. El hábito y el deseo, la cultura que nos rodea o las modas que nos atrapan, se forman, transforman y desaparecen en silencio. La lógica del mundo que habitamos se desarrolla con tal mutismo que tampoco extraña que en no pocas ocasiones se atribuya al destino, la providencia o a otras fuerzas igual de esotéricas y supersticiosas. En otras tantas, las explicaciones que damos del mundo, vestidas de racionalidad, son tan rocambolescas que también sería mejor callar. A veces, sin embargo, conseguimos escuchar su silente lógica y, otras menos, entenderla, pero se requieren siempre ojos atentos y oídos entrenados. Se requiere silencio para escuchar al silencio. Si Dios incluso cuando calla, habla, revelándonos los secretos del mundo sin mediar palabra, parafraseando a Kierkegaard, mucho me temo que hoy, entre tanto ruido, no oiríamos a Dios aunque gritara. No le oiríamos aunque existiera.
Hay que hablar más del silencio. Practicarlo con más frecuencia. Desde la Antigüedad a nuestros días, de su ejercicio se han beneficiado filósofos y músicos, monjes y cirujanos, pintores y poetas. Por algo será. Quizá la diferencia entre el corte limpio y el trazo grueso, entre la palabra precisa y el ripio, entre la corchea bien traída y la ocurrencia más peregrina esté en evitar la dispersión y la distracción; en promover la quietud y el sosiego, la atención, la escucha y la concentración.
Eso sí, tampoco lo sacralicemos. Cierto es, señalaba Aristóteles, que pocas veces nos arrepentiremos de guardar silencio y muchas lo haremos por lo contrario. Hay otras, sin embargo, en que nos arrepentiremos de no hablar. En esas ocasiones, la virtud radica en romperlo. Ante las injusticias que nos rodean, debemos alzar la voz. Ante la explotación, el abuso o la mentira, debemos pronunciarnos alto. Ahí el silencio no nos hace mejores sino más bien cómplices. Amigos del verdugo. Sólo ahí, con toda seguridad, sería un error callar.
Comments